miércoles, 15 de diciembre de 2010

De tí y de mí.

Hoy escribiré algo. En verdad (todo se pega) creo necesario hacerlo.
No soy perfecto. Parece obvio, pero a veces me parece lo contrario. A veces lo dices directamente - cada vez menos, por suerte - y otras lo dejas entre líneas. Pero no soy perfecto, y es obvio. No quiero ser aquella imagen inmaculada, aquel conjunto de notas dispersas que dan lugar a la sinfonía que buscabas, la que intentabas silbar pero que nunca te salía. No soy eso. No lo soy, porque soy más que eso. Soy yo.
Alguien dijo que "Yo soy yo, y mis circunstancias", y tu eres la circunstancia que me permite ser yo en plenitud. Y yo quiero ser tu circunstancia. En tanto en cuanto consiga serlo y te permita serlo tú también, ambos seremos libres y estaremos condenados a estar cerca. Amo las paradojas.
Parece complicado, pero en realidad es lo más fácil del mundo. Siempre nos gustó complicarlo todo, pero hoy no, hoy lo vamos a hacer fácil:
Yo soy aquel al que su madre no le dejaba hablar en público, siempre intenté opinar de todo, apenas levantaba poco más de un metro desde el suelo, y ya me creía con valor para opinar sobre política, sobre familia, sobre dinero. Mi madre siempre lo dijo: eres un sabiondo, y a los sabiondos no los quiere la gente. Llevaba razón;  no me querría la gente, pero nunca supe estar callado.
Es curioso, pero ahora, cuando empiezo a tener idea de las cosas, lo estoy,  reservo mis fuerzas y argumentos para los momentos que considero. Aún así, de vez en cuando, aún me invade mi espíritu sieteañero y alzo la voz. Y de nuevo, todos miran, todos callan. Odio que callen, guardan lo peor.
Yo soy aquel al que su infancia, como ves, le marcó. Siempre fui el disidente de la pandilla, aquella que crearon los guays de mi clase y que la glorificaron sus estúpidos seguidores para ser escogidos en su equipo del recreo, y los más afortunados, eran invitados a dormir en casa. Yo siempre renegué de aquello, hice mi pequeña escisión, que me valdría para ser traicionado, apartado, y humillado. En demasiadas ocasiones. Pero me mantuve firme hasta terminar sexto. Creí que ahí acababa mi suplicio.
Nunca fuí el empollón, nunca estudié demasiado, pero siempre estuve por delante. Mi primera novia, en segundo de primaria, decía que me quería por lo listo que era, aunque estuviera gordo. A mi no me gustaba ella aunque fuera de las guapas, pero me animaba escucharla, y además su madre me regalaba los cromos en la tienda que tenía. Los líderes de la pandilla nunca lo comprendieron, y la empezaron a tratar como a una loca. En realidad lo era. Yo la dejé. Ahora, con el tiempo, me doy cuenta de que no he cambiado absolutamente nada. Nunca volví a tener novia, aunque sí estuve enamorado. Tuvieron que pasar unos 9 o 10 años.
Aprendí a leer temprano, en el verano anterior a entrar a primero, fue el micho, con mi padre en la placeta de mi casa, y llegué al colegio siendo el que más rápido leía. Leía hasta el periódico de la maestra. Un histórico rival de la infancia, decía que yo sería el hombre del tiempo de mayor, porque me sabía todas las ciudades y los países. Quizás de ahí mi pasión por Maldonado. Siempre veía el tiempo para adivinar todas las capitales antes de que salieran. Pero jamás me compraron un libro, sólo un atlas para mi comunión, el cual devoré, me aprendí todas las banderas - o casi todas -. Pero nunca me compraron un libro, por eso nunca me aficioné a leer cotidianamente.  Todo lo que sabía, lo sabía por el periódico, las revistas, la televisión y mi intuición. Desarrollé mi intuición, y hoy es mi valor más preciado.
Mi abuelo paterno es, junto a mi madre, la persona que más me ha influído. Así como con mi madre desarrollé técnicas para ser lo contrario a ella - o intentar serlo en el sentido más conservador - de mi abuelo sólo puedo decir que aprendí muchas de las mejores cosas que tengo. Aprendí a odiar a Franco, sin haberlo conocido, aprendí a tener palabra de hombre siendo sólo un niño, aprendí a ser valiente, cuando todo indicaba que sería un cobarde. Y aprendí que quería aprender. Siempre dijo que yo sería el nieto que llegaría lejos, y me lo decía con una rotundidad y simpleza que aún hoy me estremece, años después de su muerte. A veces siento que le estaría decepcionando. Pero al igual que soy yo contigo, también lo debo ser con él. De lo contrario, me decepciono a mí mismo.
Mi padre es una gran persona, pero nunca tuvo mucho que aportarme, aunque yo le siguiera a todos lados, aunque le ayudara con sus ventas de invernaderos, aunque continuamente le preguntara todo. Muy pocas veces me sabía responder. Siento que se siente decepcionado por ello, como si pensara que no fue capaz de enseñarme nada, como si se sintiera culpable de que a los años yo acabara siendo comunista. Él esperaba otra cosa para mí, me veía jugando a ser empresario, le hacía sus facturas proforma con sólo 12 años ¡cómo no lo iba a esperar! Creía que sería un hombre de éxito. Y es cierto que busco el éxito, no lo voy a negar, pero de otra forma.
Siempre tuve complejos, de pequeño era gordo, lo que en mi pueblo se conoce como un tapón de balsa, sólo me quiso aquella niña que estaba un poco loca. Mi obesidad desarrolló otros complejos, era inseguro, y mi rebeldía infantil mezclo la inseguridad con el odio. Y juntas paralizan. Siempre he tenido problemas para hacer amigos, para conocer gente nueva, por ello.
Me dejo mil cosas, que te las iré contando conforme tenga sentido hacerlo. Pero si algo estoy descubriendo es que en la búsqueda de mi infancia obtengo todas mis respuestas. Necesitaba contarlo, para que tú también las obtengas.
En realidad, no sé a cuento de qué escribo esto, entre otras cosas porque no sé escribir.
Pero quiero que me descubras por tí misma, y no quiero que esperes de mí lo que esperas encontrar. Quiero que me esperes a mí, sin prejuicios, sin grandilocuencias.
 Pero antes quiero recordarte que yo soy yo, y además,  infinito. Como también lo eres tú.
Con suerte, algún día tú también dirás conmigo.
Muérete Flanders.

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